martes, 16 de abril de 2019

Des-hacer.

No sé si es una cosa generalizada o si sólo a mí me causa asombro: hacer como que las cosas no pasaron, se dijeron, no sucedieron es IMPOSIBLE.

En cierto sentido, el pasado es inamovible; sí, se puede reescribir, re-entender, re-elaborar, quitar o poner según diferentes interpretaciones o decisiones de por qué pasaron las cosas, pero nada de eso nos permite hacer como que lo que pasó no pasó. Incluso cuando lo justificamos como un error "hice esto, pero por error, porque yo quería hacer x, mi intención no era hacer eso", justificarlo y calificarlo de error no lo borra, de hecho, le da más peso, se planta más, pues toda esa elaboración sólo es necesaria porque ESO pasó y, por haber pasado, es inamovible.

Una amiga solía decir que uno tiene que tener mucho cuidado cuando pregunta algo, porque la respuesta puede no ser lo que uno quiere (o puede) escuchar, y no hay cómo retractarse, des-escucharlo, hacer como que no pasó (no oigo, no oigo, soy de palo, tengo orejas de pescado). Hay que tener cuidado y estar seguros de que queremos y podemos escuchar lo que el otro va a decir, incluso cuando su respuesta es un silencio. Todo eso tiene y tendrá un lugar, y no hay forma de que deje de estar ahí.

Yo, a diferencia de mi amiga, prefiero preguntar y saber, sin importar lo doloroso e insostenible que sea ese saber, que no saber. Porque mi cabeza no encuentra descanso y no deja de darle vueltas al asunto, de considerar diferentes posibilidades, de poner deseos, necesidades, goces, fantasmas, explicaciones, justificaciones, en el otro; y ninguna basta por sí sola, es necesario que yo haga un ejercicio consciente y "decida" una opción, escoja qué fue lo que pasó (¿por qué desapareció? por esto, por estas razones) y, a partir de ahí, elabore un duelo, una historia, algo. Después, puedo tener paz, puedo vivir con esas historias, incluso cuando implican que yo decida no poner ninguna razón y dejar lo que pasó así, vacío, sin relleno, con una tautología "pasó porque pasó y eso basta".

Suena incongruente, si puedo, finalmente, decidir que lo que pasó es tautológico, no es cierto que necesito una respuesta, hacer una pregunta... pero, en realidad sí, porque van por vías diferentes. Necesito hacer la pregunta, si se puede al otro, si no se puede al aire, darle un lugar y luego esperar una respuesta, del otro, de mí, del silencio. Lo que no puedo es no llevar a cabo todo el proceso, darme por bien servida sólo con lo que pasó y no querer/necesitar saber más.

En mi necesidad de darle lugar a la pregunta, he recibido respuestas terribles, que me han hecho pedazos, que me han lastimado más que el no saberlas (pero, ¿cómo saberlo con antelación, para no preguntar?); pero, con el tiempo, me han permitido estar en paz, con el pasado, con mi historia, con los otros, conmigo.

He escuchado cosas que no debí haber escuchado jamás, pero puedo hacer algo con ellas, porque, así como es imposible des-hacerlas, es imposible no hacer algo con ellas, y el qué, depende de mí.

miércoles, 13 de marzo de 2019

El placer de las pequeñas cosas

He escrito en diversas ocasiones, y quien me conoce lo sabe: me parezco mucho a mi papá: el sentido del humor, la "sensualidad" en las caderas, los mocos, las expresiones, la pasión por la lectura. Muchas de esas cosas en común son aprendidas (aprehendidas), copiadas, tal vez algunas vengan por genética, pero de todas ellas, la que más me gusta (y más agradezco que él tenga porque yo pude aprenderla) es el placer de las pequeñas cosas.

Pero, para entenderla, es necesario hacer una breve descripción de mi papá. Es químico y se ha dedicado, toda su vida, a la investigación y la docencia, desde hace treinta y tantos años trabaja en la UNAM y, como él dice, "no trabajo, hago lo que me gusta y me pagan por ello". No recuerdo ni una sola queja sobre su trabajo, ni un solo día en que no tuviera ganas de ir a trabajar. Ni siquiera los fines de semana dejaba de trabajar, ni cuando ha estado enfermo; yo lo recuerdo desde las 6 de la mañana trabajando, emocionado y apasionado por eso que estaba haciendo, curioso por aprender algo nuevo, siempre.

Además del trabajo, le gusta el cine, la música (fue violinista), los libros, los cómics. Compartimos [su] cuenta en kindle y constantemente nos recomendamos libros, leemos a la par (es decir, presionándonos el uno a la otra) el mismo libro, buscamos alguno que podría interesarle al otro. Es nuestro pequeño mundo compartido, porque nadie más de la familia lo hace con nosotros.

Ahora sí, volvamos al placer de las pequeñas cosas. Recuerdo que, cuando era niña, mi papá siempre traía una libreta en la bolsa de la camisa (la libreta de pensamientos sublimes), y cómo le emocionaba su libreta, comprarla, usarla, tenerla. Lo mismo pasaba con las plumas, los lapiceros, los marcatextos, todos ellos le producían una felicidad que llevaba siempre un bailecito de felicidad, una sonrisa, un movimiento de caderas de emoción. Encontrar un libro que pudiera ser interesante le emociona muchísimo, ver el inicio de una película y compartirlo, preparar algo vegano para comer, descubrir platillos y opciones, germinar sus semillas y luego comérselas (y compartirlas, muy importante). Le gusta inventar canciones sobre cosas cotidianas, le canta a los perros, les habla como si fueran personas (ingenieros, doctores, pacientes del psicoanalista, a quien él encarna). 

Puedo decir, con absoluta convicción, que mi papá es un hombre feliz, satisfecho con su vida; un hombre que, cuando muera, morirá bien, en paz, porque tuvo una buena vida, plena, feliz. Y no, no creo que sea feliz porque haya hecho grandes cosas, o porque sus equivocaciones fueran pequeñas (vaya que no lo son), sino por las pequeñas cosas, porque todos los días disfrutó algo, por muy pequeño que fuera; y eso hace toda la diferencia y hace que valga la pena vivir, incluso lo malo y con lo malo.

Y, de alguna extraña forma, yo aprendí eso, a ser feliz con las pequeñas cosas, a sentir placer por detallitos, a disfrutar nimiedades, a sentirme en paz, feliz, satisfecha todos los días, aunque fuera sólo un rato, a separar lo que me duele de lo que me causa placer y felicidad. Es el placer de las pequeñas cosas lo que me ha permitido seguir viviendo, disfrutar todos mis días, dormirme feliz y despertarme emocionada; anhelar el futuro y lo que pueda traer, estar en paz porque el día que sea que me muera será un buen día, sin asuntos pendientes, sin arrepentimientos. Porque, con todo y lo malo, el dolor, las faltas y los agujeros, mi vida es una buena vida, que vale la pena vivirla.

Visto así, aprendí a vivir y cómo vivir de mi papá, y eso, no es una pequeña cosa.

martes, 19 de febrero de 2019

Nunca seré señora

Hace ya unos añitos, escribí un post sobre qué te hace "señora"  y, obviamente, la conclusión a la que llegué es que yo nunca sería señora, porque no me parezco a mi mamá. Ahora, cinco años después, ya  con treinta y siete años, sigo siendo señorita, pero no sólo porque no me parezco a mi mamá.

Tengo que confesar que sí, ya tengo arrugas y, con el nuevo corte de cabello (súper cortito, como dirían las mujeres de mi edad, a la Sinead O'Connor), me veo de mi edad, o lo más cercano a ella. 

Aún así, sigo sin sentirme señora. No tengo pareja, no tendré hijos y, en muchos sentidos, sigo comportándome como jovencita. Recuerdo que en una película de los 90's (El retrato perfecto) le dicen a Jennifer Aniston que ella, con sus veintiocho, seguía viviendo como una universitaria, que no tener deudas, familia, casa, etc., la hacía una persona "de poca confianza" porque no necesitaba el trabajo. Hace unos meses, una amiga dijo algo similar, que se considera "ser adulto" al hecho de endeudarse, porque eso hacen los adultos. Tienen las tarjetas a tope, se echan un préstamo a veinte años por una casa, o de cuatro por un automóvil, pagan las vacaciones y las cosas de la casa a plazos, en fin, que no viven con lo que ganan, sino con lo que deben. En este sentido, tampoco soy del todo adulta; salvo en dos ocasiones, no me he endeudado, no he debido nada. 

También, hace unos años, mi (ahora ex) novio me dijo que yo no me veía de mi edad porque no me vestía "como debería", que andar en jeans, falditas, botas, blusas sin mangas, me hacía ver más joven, porque las mujeres de mi edad suelen trabajar en oficinas y utilizar ropa formal, no como yo; y no sólo eso, sino que el poco maquillaje que utilizo también da esa impresión: me veo más joven.

Al cumplir 36 decidí que comenzaría a decir que tengo casi cuarenta, por varias razones:
- Me encanta el rumbo que lleva mi vida, y me emociona el futuro, no me da miedo envejecer y lo que la edad traiga consigo;
- Me evita las miradas de lástima cuando la gente me pregunta si tengo marido o hijos, porque a los 36, estás aún en el borde, al límite de las posibilidades.
En cambio, tener 40 significa estar quedada y, con eso, ya no hay más que incomodidad de la gente, porque sería de mala educación que me dijeran "uy, pues ya se te pasó el tiempo, qué lástima, pudiste haber agarrado marido" o yo que sé.

Claro, no hay que ser parciales, también lo digo porque eso suele tener como respuesta "te ves súper bien para tu edad"... aunque ese comentario siempre me haga preguntarme cómo se supone que me debería de ver, apenas es la mitad de mi vida, si ya me viera como de sesenta, sería preocupante, ¿no? Sí, sí, sé que mucha gente de mi edad tiene panza, se están quedando pelones, hay canas, arrugas, rastros de descuido y excesos, de preocupaciones, de desveladas, de poco tiempo para la salud y mucho tiempo para las obligaciones. Y no, yo no me veo así. Yo no vivo así.

No es que no me preocupe, o que no pase alguna parte relativamente importante de mis días triste, preocupada, desolada, pero eso no dirige mi vida. Duermo bien, suficiente todos los días, como bien (son un hobbit, no perdono comida saltada), hago mucho ejercicio, todos los días hago por lo menos dos cosas que me hacen muy feliz. Porque, decidí hace algunos años que como uno nunca sabe cuándo se termina la vida, no era una buena estrategia postergar la felicidad, los pequeños placeres, tiempo para mi, para lo que es importante en mi vida. Así que cada día es un buen día, porque tuvo algo que me hizo feliz, algo bonito, algo disfrutable. Incluso los días en que me siento muy mal, que lloro y lloro, que me siento sola, que estoy tan preocupada que siento que voy a enloquecer; incluso esos días hice ejercicio, tejí, tuve pacientes, leí, comí algo rico.

Uf, me perdí y mezclé dos post, pues quería escribir aparte cómo es que me hice una vida completa a cachos, por días; pero ya estamos aquí, así que retomemos y saltemos entre ambos.

Antes solía pensar que uno pasa mucho tiempo perfilándose en lo que va a ser su vida, que el "mientras" duraba muchísimo, y que no era hasta después de los cuarenta cuando uno ya comenzaba a estar donde debía. Ahora, veo mi vida y caigo en cuenta que no va a cambiar mucho, porque esto es lo que quiero y lo que construí. Y, si no cambia mucho, tampoco seré señora.

Aunque, hay que aclarar, eso no significa que no me emocione con utensilios de cocina, o que no teja, cosa, o haga guisos de abuelita. Porque, en realidad, eso lo he hecho desde hace mucho tiempo, y si antes no era suficiente para llamarme/reconocerme señora, no vale que lo haga ahora, ja.

Así que, como mis tías (que murieron pasados los 70, y vírgenes) las señoritas, viviré sin conocer eso que es ser señora, pero sin añoranza. Porque esta, mi vida, no sólo me gusta, sino que vale la pena vivirla.

P.D. Vaya, quién iba a pensar que este sería un post cierra-post-previos, aquí hay otro relacionado con lo que escribí hoy, pero que ya terminó. 

jueves, 14 de febrero de 2019

Mi familia: amor silenciado

¿Han visto que hay familias que expresan el amor que se sienten? Que, además, lo hacen de forma explícta, con palabras, con abrazos, con gestos. ¿Qué clase de gente hace eso? Me resulta demasiado extraño.
Mi familia, por tradición y aprendizaje, silencia el cariño, la admiración, el reconocimiento. Si alguien admira algo de otro miembro de la familia, de desvive en decírselo a los demás, en contarle (a extraños) lo maravilloso que es alguien, pero jamás se lo dice a esa persona.
El sábado, platicando con mi papá, él dijo que nuestra familia escondía esas cosas, que sus padres nunca le dijeron que estaban orgullosos de él, que le admiraban, nada. Tan era así, que él estaba seguro de que su hermano menor era el favorito de sus padres, pero todos sabíamos que no era así, que el favorito era mi papá. El menor, en realidad, era el pobrecito, el inútil, el que necesitaba todo el apoyo, dinero y atención porque solito no podía. Y esos, como decía una amiga, nunca son los favoritos. Pero, mi papá no lo sabía, toda su vida estuvo convencido de que él no era meritorio de reconocimiento, admiración o un cariño especial por parte de sus padres. Porque se silencia, en mi familia el amor se silencia.
Lo mismo pasaba desde mis abuelos a nosotros. Yo sabía (siempre supe y sabré) que mi abuela y yo teníamos un vínculo especial, pero no que yo fuera la favorita, o la más querida, o algo así. Cuando ella murió, varias de mis tías se acercaron a decirme que yo era lo más querido de mi abuela, que nunca fue más feliz que cuando yo nací. ¿Por qué? ¿Qué me hacía tan especial? ¿Por qué nunca me lo dijo?

¿Por qué hacen falta las palabras para sostener lo evidente? Y, aún más, ¿por qué es tan difícil decirlas?

Mi papá es un poco así. No expresa su cariño hacia nosotros... más bien, no lo expresaba. Hace un mes, más o menos, estábamos platicando por whatsapp y me mandó un "te quiero mucho". 37 años y, finalmente, lo había dicho. Nunca me había dicho que me quería, y sí, uno podría decir que es evidente, que se nota en muchos detalles; pero el punto no es ese, es que nunca lo había dicho. El año pasado hizo una fiesta por su cumpleaños, y en un discurso dijo que estaba muy orgulloso de sus cuatro hijos, que incluso, le parecíamos tan excepcionales que le gustaría que fuéramos sus amigos. Sé que suena raro, pero también bonito, porque implica reconocer quiénes somos más allá de la filiación. Claro, al mismo tiempo, implica no reconocer que somos diferentes entre los cuatro. Otra vez, silenciar lo que nos hace únicos y especiales. Sí, sí, entiendo que hubiera sido feo "diferenciar" en público, pero también, al no hacerlo, es como si nada se dijera. Porque no somos iguales, ni de personalidad, ni de actos, ni respecto de él; la relación que cada uno tiene con él es bien diferente, tenemos pasados compartidos bien diferentes, y le tratamos de formas diferentes. No, no somos iguales, y no, juntarnos a los cuatro en ese conjunto, no estuvo padre. 
Por supuesto, no tomó mucho tiempo para que uno de mis hermanos dijera "a huevo, mi papá está orgulloso de mí, voy a dejar de trabajar". (¿Alguien más nota que esa respuesta es completamente tonta y fuera de lugar, que es imposible inferir eso?)

Resulta un poco contradictorio que, por una parte, yo reconozca que es necesario apalabrar, nombrar las diferencias y, por la otra, que me incomode cuando eso pasa. Tampoco podríamos esperar que lo aceptase como si nada, después de tantos años.

Siento como si, de repente, tuviera que reacomodar los lugares y las relaciones en la familia. Como si este empezar a hablar implicara que mi lugar en la familia es diferente y, al mismo tiempo, el mismo. Ya tiene muchos años que la esposa de mi papá dice (frente a cualquiera) que a mi papá nada le hace más feliz que pasar tiempo conmigo, lo cual implica que soy especial (tal vez ¿la favorita?), pero sigue estando como "por confirmar" hasta que mi papá también lo diga. Sí, cuando lo diga, me voy a seguir incómoda, tal vez un poco culpable porque eso deja a mis hermanos ¿dónde?, aunque sepa que así es, y que es algo que se sabe.

Mi amiga decía "el que necesita nunca es el favorito", porque a ese hay que darle porque necesita, porque se sabe que no dar tiene consecuencias negativas, porque no se le puede desproteger. Pero eso también hace que el favorito, el que no necesitó, el que salió adelante solo, tenga todo el mérito por sí solo y, por lo mismo, que se lo quite a los papás. Si nunca necesitó, eso significa que los padres quedaron relegados de protagonismo, de méritos, de reconocimiento. ¿Cómo puede ser tu favorito el que menos te necesitó, el que nunca te pidió ayuda, el que no te convocó? ¿Cómo puedes querer más a quien te mantuvo a cierta distancia? ¿Cómo funciona eso?

Tal vez, la etiqueta de "favorito" implica ambas cosas, reconocer que el otro es bien chingón, y reconocer que uno se alejó de allí; que no se necesita de uno para que el otro florezca, devenga, sea, que el otro es maravilloso porque lo es, y que tal vez el único mérito que se tiene del otro lado es haberse alejado, haberle dado espacio. Y tal vez, eso haga que ser el favorito sea doblemente chingón, porque uno lo es porque lo es, y desde allí, las relaciones con los padres pueden ser otras.

jueves, 7 de febrero de 2019

Alguien tiene que recordar nuestra historia, alguien tiene que contarla

Hace dos días recordé las historias que mi abuela solía contar sobre su papá. Eso es algo común, constante, recuerdo esas historias, su pasado, lo que me contaron, lo que viví con ellos; pero, yo no tengo a quién contárselas, nadie que escuche.

¿A quién contarle cómo mi abuelo fue "enviado" a la Revolución, pero que antes tuvo que casarse, para que alguien se quedara con sus cosas por si moría (¿qué tenía, qué era lo que había que dejarle a alguien más? no lo pregunté, nunca pregunté y, ahora, es imposible saberlo)? Mi bisabuelo, Joaquín, quien fue escolta de Madero, quien con sólo quince años aprendió a matar, a sobrevivir, a mandar a otros para que mataran, para que sobrevivieran. Ese hombre que, en dos ocasiones, estuvo a punto de ser fusilado PERO que fue salvado, en ambas ocasiones, porque el jefe de los otros (tampoco pregunté quiénes eran los otros, contra quiénes y en qué momento) afirmaba: A LOS VALIENTES NO SE LES MATA. Ése es el bisabuelo que yo tengo, un hombre valiente, con principios, un hombre cuya vida valía ser vivida.
No se trata de hablar de la Revolución, de decir qué bando, en qué momento, hizo lo correcto o no. No. Se trata del hombre que fue el padre de mi abuela, de la historia de aquél que nos enseñó que la vida, vivirla, es algo que se gana, con honor, con valentía, con respeto hacia los otros (incluso, hacia los enemigos).
Joaquín, ese hombre que siguió en el ejército tal vez (tampoco pregunté) hasta su muerte "prematura". Ese hombre que sabía vestir el uniforme, no de un ejército, sino de una patria que amaba, que le enseñó a sus hijos a amar, a servir a sus habitantes, a respetar.
Un hombre que, después de haber matado, durante años, regresó con su familia, con su esposa, sus tres hijos. Un hombre que vivió la muerte de dos de sus hijos, aún jóvenes. Ese abuelo del que, incluso a pesar de su aspereza, es relatado como cariñoso.

¿A quién contarle de mi bisabuela, que perdió a uno de sus hijos, porque el miedo de haber perdido a su marido en la Revolución (cuándo, qué pasó, por qué lo creyó muerto... no lo pregunté) hizo que dejara de dar leche, y no tuvo con qué alimentarlo? ¿Qué hijo era? ¿cómo se llamaba? Ya no hay nadie vivo que lo sepa, que lo recuerde. Ella, Sara, una mujer bien cabrona, la menor de sus hermanos, que tuvo que salir a trabajar, a los diez años, porque habían perdido a su padre (¿también a su madre?) y alguien tenía que trabajar para que comieran. Esa mujer que viajó con su nieta a Asia, que cambió de religión/iglesia cuando le dijeron que no estaba permitido el uso de joyas, que un día, a sus 82 años, se fue a acostar temprano porque se sentía cansada, y no volvió a despertar.

Ahora, sólo una persona viva recuerda a Polita, hermana de mi abuela. A la médico que, según me contó mi tía que le contaron, decidió no casarse, para ser más libre, para poder trabajar... esa mujer hermosa, cariñosa con su sobrino, que murió tan joven, de improvisto. 

¿Quién contará estas historias? Mi historia. Porque yo crecí entre ellos, y es de ahí de donde vengo. Aunque hayan pasado ochenta años entre el inicio de esa historia y yo, el tiempo no hizo diferencia, no nos separó.

¿Pasará lo mismo con las historias de mis abuelos? ¿Le contará mi hermano a su hijo sobre el abuelo, sobre cómo sabía sacar una tuna y comérsela sin quitarla del nopal? ¿cómo hubo épocas en que sólo comían plátano porque no podían comer más? ¿cómo estudió en San Ildefonso? ¿Seré yo quien le cuente a él, a mi sobrino, sobre mis abuelos, sobre mi padre, sobre la casa en la que todos crecimos? ¿Le contaré lo que hacían sólo conmigo, o para mí, o las cosas generales? ¿cómo mi abuela, todos los días, leía la Biblia por la mañana, a medio día Sherlock Holmes, y por la noche veía películas de acción? Cómo, cuando éramos niños, corría con nosotros, me mandaba a la calzada por hierbas de olor para guisar, que disfrutaba los zapotes que daba el árbol, o cómo siempre había espacio en sus brazos para un cariño, espacio en su sillón para sentarse con ella, tiempo para enseñarnos algo, piojito e historias para antes de dormir. 
Hace un par de días, la mamá de mi hermano me contó que él no entendía de dónde le venía el gusto por que le hicieran piojito, y ella contestó que eso era cosa mía, que yo le hacía piojito cuando era chiquito, para que durmiera. ¿Sabrá mi hermano que ese piojito "nuestro" es también el mío con mi abuela? ¿Sabrá él que así yo aprendí que sentía el amor, porque ella me enseñó? ¿y ella? ¿dónde aprendió, alguien le hizo piojito cuando era niña, o lo descubrió cuando tuvo a sus hijos? 
Ahí estamos, tres generaciones, tal vez cuatro, en un solo gesto de amor. ¿Le hará él piojito a sus hijos, si los tiene? ¿Pasaremos todos nosotros por ahí, en algo tan pequeño y, al mismo tiempo, tan enorme y con tantas historias juntas?

Por eso, alguien tiene que contar nuestra historia, alguien tiene que escucharla. Sin importar cuántos años han pasado desde que murieron siguen aquí, todos los días y, por eso, alguien tiene que contar la historia, recordarlos, reconocerlos allí, donde siguen vivos, donde aún hablan.






jueves, 24 de enero de 2019

Con la edad...

Hasta que cumplí 37 años (es decir, hace unos días) pensaba que, con la edad, me convertiría en "señora", en una mujer adulta, en algo que (aún) no era. Como si la edad, el tiempo y lo transcurrido en él, fueran a hacer de mi otra persona, a cambiar ciertos rasgos, conductas o gustos, como si esa que yo era/soy fuera pasajera, el "mientras" me hago adulta.

No sé bien si es una idea que saqué de mi familia, de ver a las mujeres (ya adultas) en mi familia, en cómo se comportaban a cierta edad, y que eso me hizo pensar que yo, igual que ellas, sería así a esa edad; tal vez, es una cuestión cultural o de educación, que uno deja de ser adolescente y se convierte en un adulto responsable porque así debe ser, porque es lo esperado, porque hay que madurar, por lo que sea.

No lo sé. Lo que sí sé es que, más bien, yo no me he convertido en esas mujeres, ni en esa idea que tenía de una mujer adulta, vaya, ni siquiera soy señora (y ya casi voy a cumplir cuarenta).
Tengo casi cuarenta y no me he casado, lo cual no está mal porque me gusta mucho la soledad, vivir sola, y porque sólo he conocido a un hombre con quien creí que podría vivir feliz y sin pelear (es decir, un buen candidato para casarme... salvo por el hecho de que él decidió que no quería estar conmigo porque le incomodaba nuestra intimidad y porque "no teníamos futuro"... vaya diferencias de percepción, gracias, Lacan). 

Además, nunca he querido tener hijos, ya me hicieron la salpingoclacia y, consecuentemente, no tendré una familia; lo cual, al mismo tiempo, hace que encontrar, buscar o estar con un hombre no implique prisa alguna.

Ninguna de las ideas de mujer adulta que tenía implicaba esto: estar sola. Recuerdo que mi mamá a mi edad tenía ya 10 años divorciada, pero era eso: una mujer divorciada y con dos hijos. Yo no soy ninguna de las dos.

También pensaba que, a los treinta, ya me habría quitado el arete del ombligo y los "extras" de las orejas, porque las mujeres adultas no los usan. Pero no sólo no pasó, sigo usándolos todos (no he encontrado una razón para quitármelos, así que siguen aquí, ya con 20 años en mi cuerpo) y, después de los 30, comencé a tatuarme (bueno, fueron dos sesiones para seis tatuajes y una tercera para quitar dos anteriores y poner uno nuevo). Sin duda, las mujeres adultas de mi cabeza no se tatúan a esta edad.

Sigo usando las uñas pintadas de negro, azul, morado, blusas de tirantes, escotes, blusas sin espalda, mini-mini faldas, botas, pantalones a la cadera... esas cosas que estaban de moda cuando fui adolescente. Modas que, también, pensé que de adulta dejaría de usar, que comenzaría a vestir como mujer adulta exitosa-ejecutiva- formal. Pero no pasó. Mi trabajo (clínica psicoanalítica) me permite vestir como se me da la gana, mi cuerpo (para mis estándares, no pretendo generalizar ni esperar que todas se vistan como yo o sigan mis tontos estándares) me permite ahora, más que antes, usar mini faldas, enseñar las piernas, la espalda, los brazos. No sólo no dejé de usar esa ropa, sino que ahora la uso mucho más feliz y segura que en mis veintes (que pasé, en su mayoría, con sobrepeso... a diferencia de mi adolescencia, en la que estaba súper flaca y curveada).

Tal vez, con la edad, me he vuelto un poco menos agresiva, un poco más sabia, con más ganas de perdonarme y perdonar a los demás, de entender (a ellos y a mi); pero sigo teniendo el mismo sentido del humor, sigo diciendo groserías, haciendo chistes vulgares, hablando como si no me importara quién me escucha (no me importa, nunca me ha importado), no siendo capaz de controlar el volumen de mi voz, diciendo cosas fuera de lugar.

Ahora, a la mitad de mi vida, caí en cuenta que, ser adulta tal vez no se trata de dejar de ser yo, sino lo contrario: ser más yo, ser yo sin importar el otro, sin considerar expectativas, demandas y necesidades impuestas. 
Tal vez, ser adulta es poder estar en paz con esto, y no soltarlo. No dejar las botas ni aunque "sean para chavos", no dejar de reír a carcajadas, no dejar de disfrutar el tiempo y espacio sola, no dejar de vestir como me gusta, de decir lo que quiero, de sentirme.

Tal vez, ya tiene mucho que soy una mujer adulta, que soy, Ariadna, sólo que no me había dado cuenta de que esto es lo que habrá.