No pude perderle. No se trataba de aceptar que le había perdido, no, era perderle en sí. No pude.
Aún no sé si fue porque comenzó a dolerme y "decidí" que no podía soportar ni sobrevivir ese dolor, si fue porque no entendía qué había pasado (sí, se fue, pero ¿por qué? ¿qué cambió?), o porque yo no quería que se fuera. Simplemente, quería que estuviera aquí, conmigo, que estuviéramos juntos.
Mi historia es una de despedidas, de vacíos, de agujeros dejados por quienes he amado y que ya no están. Algunos murieron (los más importantes); otros se fueron sin decir palabra, con silencio ante mi llamado posterior; otros se despidieron y marcharon para no volver, para regresar a veces, para regresar y tener que irse nuevamente; algunos más se tomaron el tiempo y la pasión de hacerme pedazos antes de irse; otros, pocos, no se fueron sino que yo les saqué. Pero, al final, mi historia es de ausencias.
¿Has pensado que es justamente porque alguien está ausente que puede regresar y estar presente? La ausencia es necesaria, para querer, extrañar, conocer, desear, volver. Las ausencias del otro nos permiten ver, sentir y pensar su lugar, acomodarle cosas, preguntarle, mover, anhelar. Si el otro no faltara, ni siquiera podríamos saber de su presencia.
Él se fue. Primero sutilmente, sin avisar, en silencio; volvió un par de veces, cuando fue llamado a volver, cuando era obligadamente esperado, cuando él así lo decidía (¿para qué? ¿para saber que podía irse?). Volvió así una semana, ausencias y presencias. Finalmente, regresó para avisar que se iba, que estar aquí no era algo cómodo, que no podía ser. Caminó unos pasos junto a mí, hasta que fue momento de parar, me abrazó, hasta que se sintió satisfecho de presencia, y partió. El acuerdo tácito era "para siempre", aunque nada se dijo al respecto. De hecho, fue un día de pocas explicaciones, de frases confusas, de preguntas y peticiones que no se dijeron, de silencios que hablaron poco, de falta, fue tanta la falta...
Y yo, no, no pude aceptar su ausencia. No.
¿Qué se supone que hace uno cuando tú no querías que se fueran y eso ni siquiera tuvo lugar (lo que tú querías)? Hacía tantos años que no sentía esto: ausencia de quien debería estar presente. Pensé, ¿de dónde vino ese pensamiento, esa certeza?, que no viviría una ausencia así a estas alturas. Sí ausencias de quienes tienen que partir porque no funciona, porque su presencia lastima. Pero no la ausencia de alguien a quien yo quería tener aquí, presente, conmigo.
Así que tomé mis recuerdos, sus palabras, mis deseos, y los convertí en otras realidades: le pensaba, nos pensaba, fantaseaba nuestras pláticas, tiempo y momentos juntos. Dependiendo de mi estado de ánimo, el presente-fantaseado podía ser una pelea (es decir, yo exigiendo, con gritos y dolor, que me restituyera de su pérdida, que subsanara la ausencia), o podía ser un mundo en el que sus últimas palabras, la separación en sí, no tuvieron lugar. Esa era mi favorita: fantasearme con él, juntos, como si no me hubiese lastimado, como si la pregunta de quién es él y por qué hizo lo que hizo no fuesen necesarias, como si el tiempo en ausencia no hubiese pasado y sólo tuviéramos presencia.
A veces bastaba eso, sentirle conmigo, hablar. A veces hacía falta más, pero no suficiente como para demandar su presencia, para buscarle. No. Su presencia no hizo tanta falta que fuera necesario que él regresara. ¿Por qué? ¿Por qué bastaba sólo esto? ¿Fue él tan poco? ¿Lo que me hacía quererle ni siquiera venía en/con él?
Hasta que, sin esperarlo (pero sabiendo que eventualmente pasaría), me lo encontré. Con toda la ventaja de haberle visto primero, me senté a la mesa, comencé a hablar, se levantó a saludarme de beso, no entendía, yo temblaba, hablaba... confusión, "eres un pocos huevos, un cabrón"... luego, dio pie a una explicación "me dejaste tocada, lo que me hiciste fue sublime", un ofrecimiento que no sería cumplido, "¿qué puedo hacer para enmendarlo?", una mentira que callaba mi deseo (vuelve) "tu cabeza en bandeja de plata", silencio, miradas, temblores... confusión, palabras y, de repente, ¿Cómo estás, qué has hecho? platicamos con esa cercanía e intimidad que tanto me gustaba, tan natural, sin siquiera tener que buscarla (¿porque nunca se fue?), yo coqueteaba, le miraba y no dejaba de pensar que sí, que era ahí, con él, sí.
Al terminar entendí (no con la razón, sino con todo, lo sentí) por qué él, por qué no había podido dejarle ir, por qué seguía esperándole; porque él, nosotros, esa intimidad, esa cercanía, ese estar ahí toda yo, hacía sentido.
Pero, nuevamente, no vi lo que no estaba presente, no noté la ausencia de algo: que él quisiera. Y no, él no quería, ni quiso, no quiere.
Por eso, hoy viene a ser como la cuarta vez que espero, desde que sé que no vendrás más nunca...
Hasta que, sin esperarlo (pero sabiendo que eventualmente pasaría), me lo encontré. Con toda la ventaja de haberle visto primero, me senté a la mesa, comencé a hablar, se levantó a saludarme de beso, no entendía, yo temblaba, hablaba... confusión, "eres un pocos huevos, un cabrón"... luego, dio pie a una explicación "me dejaste tocada, lo que me hiciste fue sublime", un ofrecimiento que no sería cumplido, "¿qué puedo hacer para enmendarlo?", una mentira que callaba mi deseo (vuelve) "tu cabeza en bandeja de plata", silencio, miradas, temblores... confusión, palabras y, de repente, ¿Cómo estás, qué has hecho? platicamos con esa cercanía e intimidad que tanto me gustaba, tan natural, sin siquiera tener que buscarla (¿porque nunca se fue?), yo coqueteaba, le miraba y no dejaba de pensar que sí, que era ahí, con él, sí.
Al terminar entendí (no con la razón, sino con todo, lo sentí) por qué él, por qué no había podido dejarle ir, por qué seguía esperándole; porque él, nosotros, esa intimidad, esa cercanía, ese estar ahí toda yo, hacía sentido.
Pero, nuevamente, no vi lo que no estaba presente, no noté la ausencia de algo: que él quisiera. Y no, él no quería, ni quiso, no quiere.
Por eso, hoy viene a ser como la cuarta vez que espero, desde que sé que no vendrás más nunca...