miércoles, 18 de enero de 2012

No sólo un gran Ingeniero

Importante leer primero El GRAN Ingeniero, porque si no, se pierde la mitad de la emoción.
Así pues, había yo escrito que mi abuelo paterno era la neta del planeta (sí, era, que ya no es, a eso vamos), pero creo que nunca había dimensionado cuánto, hasta el final.

Porque así es, o dicen que así es, que uno muere como vive (Según Platón, eso decía Sócrates, que uno muere como ha vivido), y mi abuelo murió como los grandes, con toda la dignidad e integridad que es posible que un hombre, inclusive el mejor de ellos, tenga.

Sabemos que ya estaba muy enfermo, pasaba los 90 por unos meses, había enviudado dos años y 4 meses antes... vamos, que la vida se estaba terminando. Yo lo había visto todos los domingo, según la tradición, y estaba bien, salvo el domingo pasado, 8 de enero, en que sólo tenía un hilo de voz, y decía que se sentía "tololoche" (si no saben qué es eso, sólo digan la palabra y el sonido lo dice todo). El viernes 13 (nada de días de mala suerte, por favor), a las 9:30 P.M., sonó mi celular, y era mi prima, para decirme que el abuelo estaba muy mal. Así las cosas, me vestí rápidamente y con toda la tranquilidad que pude tener, manejé a casa mi abuelo. Llegué y no saludé a nadie, directo al cuarto, a la cama, a mi abuelo: ahí estaba él recostado, con toda la familia (sus tres hijos, los esposos de estos, mi prima, la enfermera y el médico). Le dijeron que yo estaba ahí, y me acerqué a saludar y darle un beso, lo acaricié, me hinqué a su lado, no lo quería dejar ni un momento.

El médico dijo que había tenido un infarto, y que ya estaba en sus últimos momentos, así que le llamé a mi hermano mayor y él también corrió a casa de los abuelos. También nos dijo el médico que debíamos entrar de uno en uno, a despedirnos, para que estuviera tranquilo.

Yo no pude despedirme como tal, sólo me salió decirle que lo quería mucho, que estaba muy guapo peinado (siempre fue un hombre impecable, pero los últimos años andaba despeinado y mi abuela solía recriminárselo) y que mi abuela estaría muy contenta de verlo así, tan peinado. Nada más, no podía decirle que gracias a él yo soy una persona íntegra, que él me enseñó a respetar, a cumplir, a ser una persona de bien dentro de la sociedad, que el deber es siempre más importante que el querer. No, no pude, sólo podía estar ahí, lo demás ya se lo había dicho, ya lo he escrito, él ya lo sabía, yo lo sabía, no podía decirlo, quería estar con él, en el presente, en ese momento, no más.

Pasó el tiempo y él no moría, todos llorábamos y pensábamos que era muy raro, pero nadie lo decía. Su pulso bajaba, dejaba de oxigenar, pero no moría. En un momento, volteó y me dijo: estoy desesperado; tiempo después: ya me quiero ir. ¿Qué podía decirle yo? Sólo lo que gritaba desde todo mi ser: ya vete, no hay más, vete. Porque así debía ser, si estaba desesperado y quería irse, no debía seguir aquí, no tenía por qué estar aquí... aunque un hombre con su integridad no podía dejar a unos hijos que no lo dejaban ir, que todavía lo necesitaban e, incluso en su lecho de muerte, se lo decían (¿quién hace eso? por favor). Afortunadamente, yo pude escucharlo, saber que lo que pedía era soledad, que lo dejáramos, dormir, descansar, estar solo, llamaba a su madre, le pedía que fuera por él, gritaba en sordina por su padre, le llamaba a su esposa... y yo sólo le tomaba la mano y le decía que ya venía, que estaban en camino y vendrían por él, que sólo necesitaba descansar, cosa de unos momentos.

Al final, los hijos comenzaron a irse, los nietos también. Pero yo me quedé ahí, a su lado, sin tocarle, escuchándolo, pero dándole el espacio que pedía. Finalmente, se tranquilizó y nos dejó (a mi pareja y a mí) acomodarlo bien en la cama, quitarle una chamarra y cobijas que sólo le estorbaban. Lo recostamos en la cama, acomodamos las almohadas, se dejó tapar, agarrar la mano, pidió por su mujer, y se quedó dormido.

Parecía que tal vez sólo estaba cansado, que mañana despertaría... yo quería quedarme, esa era mi intención, pero también me di cuenta que él pedía espacio, así que, después de un rato de verlo dormir y descansar, decidí irme.

Media hora después murió.

Estoy triste, sí, pero no tanto como tranquila, en paz y sintiendo aún más admiración por él, si esto es posible. Me siento honrada de haber compartido su agonía (se escucha mal, lo sé, pero esperen), porque me permitió reafirmar el tipo de hombre que era: pasó sus últimas horas con su familia, complaciéndola, estando ahí, con ellos, escuchando, aguantando, dando lo que ellos necesitaban. Pero, también, pedía intimidad, soledad, espacio para morir, con un poco de dignidad (porque hay cosas que uno debe hacer solo), y tiempo para reencontrarse con sus muertos. 

Yo no creo en el cielo, el infierno, que exista algo más allá, algo que nos espera después de la muerte. Para mí, una vez muertos, no hay nada, el cuerpo es nada, las cenizas son eso, sólo cenizas, no la persona amada; no concibo que algo trascienda (sólo en quienes recuerdan y quieren a los muertos, pero nada más). Pero, sé que morir es un proceso, toma unos instantes (salvo que llegue de improvisto, pero aquí nos referimos a las muertes "anunciadas", las de quienes ya saben que viene), y que nadie debería hacerlo solo, que debemos de estar acompañados en esos momentos, no de los vivos, sino de los muertos. Para mí, la idea de que sean mis abuelos quienes me acompañen, me parece lo más hermoso y lo que más me gustaría, que fueran justo ellos quienes estuvieran ahí antes de que todo desaparezca. Porque a los vivos, los acabas de ver, pero a los muertos, a ellos tiene mucho que no los vemos...