miércoles, 13 de marzo de 2019

El placer de las pequeñas cosas

He escrito en diversas ocasiones, y quien me conoce lo sabe: me parezco mucho a mi papá: el sentido del humor, la "sensualidad" en las caderas, los mocos, las expresiones, la pasión por la lectura. Muchas de esas cosas en común son aprendidas (aprehendidas), copiadas, tal vez algunas vengan por genética, pero de todas ellas, la que más me gusta (y más agradezco que él tenga porque yo pude aprenderla) es el placer de las pequeñas cosas.

Pero, para entenderla, es necesario hacer una breve descripción de mi papá. Es químico y se ha dedicado, toda su vida, a la investigación y la docencia, desde hace treinta y tantos años trabaja en la UNAM y, como él dice, "no trabajo, hago lo que me gusta y me pagan por ello". No recuerdo ni una sola queja sobre su trabajo, ni un solo día en que no tuviera ganas de ir a trabajar. Ni siquiera los fines de semana dejaba de trabajar, ni cuando ha estado enfermo; yo lo recuerdo desde las 6 de la mañana trabajando, emocionado y apasionado por eso que estaba haciendo, curioso por aprender algo nuevo, siempre.

Además del trabajo, le gusta el cine, la música (fue violinista), los libros, los cómics. Compartimos [su] cuenta en kindle y constantemente nos recomendamos libros, leemos a la par (es decir, presionándonos el uno a la otra) el mismo libro, buscamos alguno que podría interesarle al otro. Es nuestro pequeño mundo compartido, porque nadie más de la familia lo hace con nosotros.

Ahora sí, volvamos al placer de las pequeñas cosas. Recuerdo que, cuando era niña, mi papá siempre traía una libreta en la bolsa de la camisa (la libreta de pensamientos sublimes), y cómo le emocionaba su libreta, comprarla, usarla, tenerla. Lo mismo pasaba con las plumas, los lapiceros, los marcatextos, todos ellos le producían una felicidad que llevaba siempre un bailecito de felicidad, una sonrisa, un movimiento de caderas de emoción. Encontrar un libro que pudiera ser interesante le emociona muchísimo, ver el inicio de una película y compartirlo, preparar algo vegano para comer, descubrir platillos y opciones, germinar sus semillas y luego comérselas (y compartirlas, muy importante). Le gusta inventar canciones sobre cosas cotidianas, le canta a los perros, les habla como si fueran personas (ingenieros, doctores, pacientes del psicoanalista, a quien él encarna). 

Puedo decir, con absoluta convicción, que mi papá es un hombre feliz, satisfecho con su vida; un hombre que, cuando muera, morirá bien, en paz, porque tuvo una buena vida, plena, feliz. Y no, no creo que sea feliz porque haya hecho grandes cosas, o porque sus equivocaciones fueran pequeñas (vaya que no lo son), sino por las pequeñas cosas, porque todos los días disfrutó algo, por muy pequeño que fuera; y eso hace toda la diferencia y hace que valga la pena vivir, incluso lo malo y con lo malo.

Y, de alguna extraña forma, yo aprendí eso, a ser feliz con las pequeñas cosas, a sentir placer por detallitos, a disfrutar nimiedades, a sentirme en paz, feliz, satisfecha todos los días, aunque fuera sólo un rato, a separar lo que me duele de lo que me causa placer y felicidad. Es el placer de las pequeñas cosas lo que me ha permitido seguir viviendo, disfrutar todos mis días, dormirme feliz y despertarme emocionada; anhelar el futuro y lo que pueda traer, estar en paz porque el día que sea que me muera será un buen día, sin asuntos pendientes, sin arrepentimientos. Porque, con todo y lo malo, el dolor, las faltas y los agujeros, mi vida es una buena vida, que vale la pena vivirla.

Visto así, aprendí a vivir y cómo vivir de mi papá, y eso, no es una pequeña cosa.