jueves, 7 de febrero de 2019

Alguien tiene que recordar nuestra historia, alguien tiene que contarla

Hace dos días recordé las historias que mi abuela solía contar sobre su papá. Eso es algo común, constante, recuerdo esas historias, su pasado, lo que me contaron, lo que viví con ellos; pero, yo no tengo a quién contárselas, nadie que escuche.

¿A quién contarle cómo mi abuelo fue "enviado" a la Revolución, pero que antes tuvo que casarse, para que alguien se quedara con sus cosas por si moría (¿qué tenía, qué era lo que había que dejarle a alguien más? no lo pregunté, nunca pregunté y, ahora, es imposible saberlo)? Mi bisabuelo, Joaquín, quien fue escolta de Madero, quien con sólo quince años aprendió a matar, a sobrevivir, a mandar a otros para que mataran, para que sobrevivieran. Ese hombre que, en dos ocasiones, estuvo a punto de ser fusilado PERO que fue salvado, en ambas ocasiones, porque el jefe de los otros (tampoco pregunté quiénes eran los otros, contra quiénes y en qué momento) afirmaba: A LOS VALIENTES NO SE LES MATA. Ése es el bisabuelo que yo tengo, un hombre valiente, con principios, un hombre cuya vida valía ser vivida.
No se trata de hablar de la Revolución, de decir qué bando, en qué momento, hizo lo correcto o no. No. Se trata del hombre que fue el padre de mi abuela, de la historia de aquél que nos enseñó que la vida, vivirla, es algo que se gana, con honor, con valentía, con respeto hacia los otros (incluso, hacia los enemigos).
Joaquín, ese hombre que siguió en el ejército tal vez (tampoco pregunté) hasta su muerte "prematura". Ese hombre que sabía vestir el uniforme, no de un ejército, sino de una patria que amaba, que le enseñó a sus hijos a amar, a servir a sus habitantes, a respetar.
Un hombre que, después de haber matado, durante años, regresó con su familia, con su esposa, sus tres hijos. Un hombre que vivió la muerte de dos de sus hijos, aún jóvenes. Ese abuelo del que, incluso a pesar de su aspereza, es relatado como cariñoso.

¿A quién contarle de mi bisabuela, que perdió a uno de sus hijos, porque el miedo de haber perdido a su marido en la Revolución (cuándo, qué pasó, por qué lo creyó muerto... no lo pregunté) hizo que dejara de dar leche, y no tuvo con qué alimentarlo? ¿Qué hijo era? ¿cómo se llamaba? Ya no hay nadie vivo que lo sepa, que lo recuerde. Ella, Sara, una mujer bien cabrona, la menor de sus hermanos, que tuvo que salir a trabajar, a los diez años, porque habían perdido a su padre (¿también a su madre?) y alguien tenía que trabajar para que comieran. Esa mujer que viajó con su nieta a Asia, que cambió de religión/iglesia cuando le dijeron que no estaba permitido el uso de joyas, que un día, a sus 82 años, se fue a acostar temprano porque se sentía cansada, y no volvió a despertar.

Ahora, sólo una persona viva recuerda a Polita, hermana de mi abuela. A la médico que, según me contó mi tía que le contaron, decidió no casarse, para ser más libre, para poder trabajar... esa mujer hermosa, cariñosa con su sobrino, que murió tan joven, de improvisto. 

¿Quién contará estas historias? Mi historia. Porque yo crecí entre ellos, y es de ahí de donde vengo. Aunque hayan pasado ochenta años entre el inicio de esa historia y yo, el tiempo no hizo diferencia, no nos separó.

¿Pasará lo mismo con las historias de mis abuelos? ¿Le contará mi hermano a su hijo sobre el abuelo, sobre cómo sabía sacar una tuna y comérsela sin quitarla del nopal? ¿cómo hubo épocas en que sólo comían plátano porque no podían comer más? ¿cómo estudió en San Ildefonso? ¿Seré yo quien le cuente a él, a mi sobrino, sobre mis abuelos, sobre mi padre, sobre la casa en la que todos crecimos? ¿Le contaré lo que hacían sólo conmigo, o para mí, o las cosas generales? ¿cómo mi abuela, todos los días, leía la Biblia por la mañana, a medio día Sherlock Holmes, y por la noche veía películas de acción? Cómo, cuando éramos niños, corría con nosotros, me mandaba a la calzada por hierbas de olor para guisar, que disfrutaba los zapotes que daba el árbol, o cómo siempre había espacio en sus brazos para un cariño, espacio en su sillón para sentarse con ella, tiempo para enseñarnos algo, piojito e historias para antes de dormir. 
Hace un par de días, la mamá de mi hermano me contó que él no entendía de dónde le venía el gusto por que le hicieran piojito, y ella contestó que eso era cosa mía, que yo le hacía piojito cuando era chiquito, para que durmiera. ¿Sabrá mi hermano que ese piojito "nuestro" es también el mío con mi abuela? ¿Sabrá él que así yo aprendí que sentía el amor, porque ella me enseñó? ¿y ella? ¿dónde aprendió, alguien le hizo piojito cuando era niña, o lo descubrió cuando tuvo a sus hijos? 
Ahí estamos, tres generaciones, tal vez cuatro, en un solo gesto de amor. ¿Le hará él piojito a sus hijos, si los tiene? ¿Pasaremos todos nosotros por ahí, en algo tan pequeño y, al mismo tiempo, tan enorme y con tantas historias juntas?

Por eso, alguien tiene que contar nuestra historia, alguien tiene que escucharla. Sin importar cuántos años han pasado desde que murieron siguen aquí, todos los días y, por eso, alguien tiene que contar la historia, recordarlos, reconocerlos allí, donde siguen vivos, donde aún hablan.






2 comentarios:

  1. Lo bueno de tener blog es que puedes dejar por aquí esas historias para la posteridad. Y así nunca se perderán. Un besote!!

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    1. Justo eso me dijo mi papá, cuando le conté que esto iba a pasar. Así que sí, a aprovechar el blog. Besote!

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